Vasallo ante su señor

Todos lo sabemos: el principal problema que aqueja a nuestra economía es que necesitamos reformas en vez de recortes, pero hay un montón de gente interesada en que todo siga como hasta ahora, pero con menos dinero. Eso, obviamente, no es posible, y más temprano que tarde tendremos que encarar el hecho de que conservamos un montón de estructuras obsoletas que esclerotizan nuestra economía, poniendo trabas a la competencia al tiempo que ayuda a que unos cuantos, los mismos, mantengan su clase social bien amurallada contra la posible llegada de los advenedizos.

Hay decenas de esas instituciones, pero he elegido los colegios profesionales como ejemplo porque la defensa que hacen de ellos sus partidarios me parece más retorcida que otras.

Los colegios profesionales , en teoría, son una garantía para el consumidor y un amparo para los profesionales, pues por un lado garantizan la calidad y homogeneidad de los trabajos  y por otra fijan unas tarifas mínimas de modo que la profesión no se devalúe. De este modo, y aprovechando las sinergias de grupo, ofrecen interesantes condiciones sociales a sus colegiados, como seguros y otros servicios, y garantizan que todos los que prestan un servicio están al corriente de sus obligaciones.

Suena hermoso. Tan hermoso, si quieren, como una descripción del despotismo ilustrado si me parase ahora a redactarla.

Lo cierto es que los colegios profesionales se amparan en la obligatoriedad de estar afiliado a ellos para hacer y deshacer como buenamente les parece. Lo cierto es que resulta inconcebible que sea el Estado quien expida los títulos de capacitación profesional y sea una entidad privada quien permita ejercer los conocimientos que se han adquirido, y para los que se está titulado. ¿Por qué me tengo que colegiar para ser abogado o arquitecto y ejercer como tal, una vez que he sacado el título? Porque sí. Porque así el sindicato es obligatorio y aumenta su fuerza. Pero no la fuerza de todos, sino la de aquellos que están bien establecidos en la profesión.

¿Y qué consecuencia tiene esto para el consumidor? Un aumento pactado e insoslayable de los precios. Lo que, en otro caso, se llamaría colusión o maquinación para alterar el precio de las cosas.

En principio, a un abogado o a un arquitecto le puede parecer muy buena idea que existan unas tarifas mínimas, para evitar que se bajen sus precios. Pero luego, en la práctica, resulta que esto es sólo muy cómodo y conveniente para quienes ya están muy bien establecidos, llevan muchos años ejerciendo y tienen una importante cartera de clientes, a menudo heredada de sus padres o sus socios. ¿Y qué pasa con el que llega nuevo? ¿Qué pasa con el pobre pardillo al que le dijeron que estudiando podría dejar de ser pastor o chapista, como su padre? Que se le prohíbe entrar en el mercado abaratando sus precios al principio, como se hace en otros sectores.

¿Qué ocurriría si el precio de los vinos fuese fijo y no se pudiese dar a conocer un bar vendiendo el chato de rioja un poco más barato porque así lo ordenan los bares que llevan veinte años abiertos? Pues este es el mismo caso: a los consumidores se les obliga a pagar más pactando precios y a los que están fuera se les establece una barrera de entrada que otorga ventaja a los ya establecidos.

En resumen: sociedad cerrada. Feudalismo.

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